viernes 07 de febrero de 2025 - Edición Nº2256

Cultura y Espectáculos | 31 ene 2025

HISTORIAS FANTASTICAS

El puchero misterioso: La mesa rea de la literatura argentina

Entre sus mesas, autores como Jorge Luis Borges, Marechal, González Tuñón y tantos otros debatieron de letras y políticas, mientras comías el que se decía era “el mejor puchero de Buenos Aires”. El lugar fue testigo de las grandes discusiones estéticas de aquellos años. Poesía y compromiso a la carta.


Por: Diego Lanese

En la esquina de Talcahuano y Cangallo (hoy Juan Domingo Perón), un pequeño bodegón apenas llamaba la atención desde afuera. Una entrada pequeña, sin estridencias, y un cartel que apenas se leía, golpeado por el desgaste de los años y la acción de las manos que abrían y cerraban la puerta.

Almacén de la Cueva, como lo bautizaron los dueños, no tenía nada distintos a la infinidad de lugares para comer a precio reducido, pensado para esa prole obrera que se agolpaba todos los mediodías en el centro de la Ciudad para calmar las ansias y los estómagos.

Incluso al entrar no había nada distintivo en las mesas, las paredes o los mozos. Pero muchos decían que en la década del 30 y el 40, ese salón “tenía magia”. La magia de los debates literarios y políticos, la magia de los versos garabateados en servilletas interminables.

En ese salón, entre trabajadores de overol y camisas raídas, algunos hombres de traje sobresalían. Y no era para menos. Jorge Luis Borges, Leopoldo Marechal, Raúl González Tuñón. Todos apiñados en los pasillos que formaban las mesas, comiendo y halando. Entre risas, un día el poeta Conrado Nalé Roxlo llamó la atención de la forma en que se servían los platos. El chiste inmortalizó el lugar, por año un templo de la literatura argentina: el puchero misterioso.

El origen del nombre tiene dos mitologías, según los registros de la época. Ambos fueron atribuidos al poeta y escritor Conrado Nalé Roxlo, que era uno de los más entusiasmas habitués. El primer estaba vinculado al precio: era demasiado barato, unos 20 centavos, para la abundancia de platos e ingredientes, que incluso podía compartirse.

Pero la mayoría coincide que el nombre de fantasía llegó por la forma de despachar la comida: Mozos presurosos pedían la comida ante una ventanita diminuta, y minutos después unas manos sin rostro ni alta alcanzaban los platos. Cada vez que sucedía esta operación, el poeta decía “el puchero misterioso” y todos sus amigos escritores le festejaban el chiste. Así le quedó el nombre.

El lugar concentraba noche a noche también, a un numeroso grupo de periodistas del diario Crítica que tenía sus instalaciones en las cercanías. En esos tiempos, en sus mesas la jungla de una Ciudad de Buenos Aires cosmopolita y efervescente por la inmigración y las nuevas ideas que llegaban de Europa se daba cita entre obreros, intelectuales y ocasiones comensales.

Esos eran años de debates muy intensos entre aquellos intelectuales argentinos. El yrigoyenismo y su cariz popular era un parteaguas a todo nivel. Así, la Revista Martín Fierro, uno de los emblemas de la literatura nacional, buscaba lugares de ereunón más “coquetos”.

El espacio, que publicó entre febrero de 1924 y 1927, fue fundada por su director Evar Méndez y por José Cairola, Leónidas Campbell, Oliverio Girondo, Ernesto Palacio, Pablo Rojas Paz y muchos otros, llegó a tirar unos 20 mil ejemplares, y por sus páginas publicaron muchos de los comensales de “el puchero misterioso”, comenzando por Borges y González Tuñón.

En uno de sus primeros números, de 1924, se puede leer el siguiente aviso: “Creemos necesario dar a nuestros amigos y aún a los que no lo son, los sitios habituales de reunión de los redactores de este periódico: Lunes, en Richmond Florida a las 8. Martes, jueves y viernes, en el Salón Witcomb de 5 a 7, luego en la Richmond Florida. Sábados en el Royal Keller por la noche”.

Allí se reunía el Comité Irigoyenista de Intelectuales Jóvenes que desencadenaron el cierre de la revista al impulsar la publicación de un manifiesto que sostenía la candidatura presidencial del Hipólito Yrigoyen. En tanto, en “el puchero misterioso” se reunía la bohemia del tango, los malevos de los bajos fondos y también periodistas que tocaban el “pianito de escribir” en el diario Crítica, como se burlaban las plumas martinfierrista de quienes debían ganarse la vida con ese oficio.

El lugar fue escenario de varios relatos de Camas desde un peso, de Enrique González Tuñón, quien lo describió así: “Con humor de todos los diablos llegué a la fonda de pícaros y vagabundos llamada del puchero misterioso, por la olla a precio ínfimo y la catadura de sus parroquianos, hombres solos y en su mayoría malabaristas del hambre”.

Otro misterio encerraba el Tuerto Gozalvo, periodista de La Protesta y uno de los más entusiastas acólitos de la fonda. Nalé Roxlo recuerda que circulaban distintas versiones sobre la pérdida de su ojo derecho, entre ellas que había “desaparecido en la punta de una lanza en una revolución uruguaya, que lo había arrancado con las uñas una amante celosa y bravía o que se lo había arrancado él mismo por una apuesta”.

El ojo de vidrio, del color del tiempo, a diferencia del propio, que era celeste pálido, muchas noches era empeñado, vendido o traspapelado, y entonces su dueño compraba en los “cambalaches” de la calle Talcahuano un ojo usado que a veces resultaba negro, profundo y rasgado.

Algunas madrugadas el mozo gritaba desde el mostrador: “¡Marche una caña doble y el ojo del señor Gozalvo!”. El Tuerto había dejado el ojo de vidrio en prenda la noche anterior y la presente, ya en fondos, lo rescataba.

Pero el más entusiasta de este expendio de comidas suculentas y letras fue Nalé Roxlo, quien lo bautizó. El, local estuvo abierto hasta la década del 70, y el poeta se propuso recordarlo en esta nota, publicada en la revista Del Barrio. “El puchero misterioso está hoy donde estaba entonces y dedicado a lo mismo. Pero hace cerca de 30 años que no traspongo sus puertas. Para mí ya no existe”, destacó.

A la izquierda del estaño, recordó, “se abría el comedor, ni muy amplio ni muy reducido; sólidas mesas patinadas por el tiempo, las grasas y el frote de las mangas de los parroquianos, largos bancos haciendo juego y algunas sillas tembleques complementaban el mobiliario.

Al fondo, defendida de la curiosidad pública por una cortina de arpillera, la puerta del misterioso y lóbrego laboratorio de la cocina”. Al pintor realista que hubiera querido reproducir en su tela el auténtico color mugre, le habría bastado con pasar sus pinceles por aquellas paredes.

En una de aquellas paredes los en otro tiempo vistosos colores de un San Martín de propaganda; el héroe se cubría el pecho con una bandera, sin duda para defenderse de las injurias de las moscas”, afirmó Nalé Roxlo.

El poeta y escritor recuera que el “Camarada” y el “Compañero” “sostuvieron durante mil y un noches la más absurda de las polémicas ideológicas, digamos así, que me ha sido dado presencia. Pero esa es una historia que requiere capítulo aparte”.

“También solían ir algunos ladrones, pero hacían rancho aparte y eran gentes poco comunicativas, quizá por exigencias de su profesión”, ironizó. Para cerrar este capítulo culinario y literario, el mejor homenaje de todos: el gran Raúl González Tuñón, que tal vez escribió alguno de sus mejores versos al amparo del calor de aquellos brebajes de verdura y carne,  con un poema en honor del puchero misterioso, el alimento popular de una literatura de clase mundial.

Los amigos estaban allí; la noche, el humo

-su pequeño país de ansias y sueños vagos-

Los poemas ya escritos y los que se agitaban

detrás de la vigilia; los últimos cocheros;

Pelito Verde, el Sábalo, canillitas; bohemios

sin melena; el buraco

en la pared -un desvaído mapa-

desde donde salía el plato fuerte

y el vino del invierno.

(Y después un tranvía cayó al Riachuelo…

En el saco de pana, el obrerito,

llevaba un sándwich de carne fiambre

y una figura de calcomanía.)

Y después entubaron el Arroyo,

voltearon edificios, y al Gobierno.

Desde entonces fue triste el Carnaval

y empezaron a caer las insignias

de las vetustas tiendas,

la milonga, la luna, Frank Brown, los buhoneros.

Todo se ha ido ya, los verdes años,

el almacén, la ochava, la fregona,

el Ainenti, la guerrilla literaria,

el caricaturista de café, la yiranta,

las “Camas Desde un peso”, la kermesse,

el varieté, el vendedor de globos,

Yrigoyen, Alvear, los Presidentes

que antes andaban por la calle…

Todo aquello que cabe en el recuerdo.

La nostalgia es un cuarto donde habita el insomnio.

Todo se ha ido, todo, menos lo que vendrá.

Y la lluvia, los circos, la esperanza, el cartero.

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